La Antigua Provincia de los Diaguitas: Técnicas

ALFARERIA. Ya en 1908, Boman proclamaba en sus Antiquités, que la cerámica diaguita era una de las más ricas del mundoes decir, mucho antes que conociera el tipo magnífico de alfarería de los barreales, ni su antípoda el tosco de Angualasto.
La forma principal es la de las urnas, las cuales han sido objeto de clasificación, denominándoseles por las localidades de donde se les hallaba por vez primera o donde eran encontradas con mayor profusión. Así, han sido clasificadas en los tipos Santa María, Belén y San José. El primero consiste en una urna que se divide en dos partes esenciales: un cuello cilíndrico que se ensancha hacia la boca con mayor o menor intensidad, y un cuerpo ovoidal. Según sea la proporción de tamaño existente entre estos dos elementos, o la unión entre ellos se produzca en forma más o menos brusca, la urna afectará una forma ligeramente diferente, que nos permitirá establecer la existencia de una serie de subtipos. De la misma manera, el cuerpo de la pieza puede ser liso o estar seccionado por una o más depresiones circulares o cinturas. La doctora Bregante, que ha analizado este material, considera como forma inicial aquélla en la que el cuello y cuerpo o parte ventral de la urna tienen, sensiblemente, el mismo tamaño. La urna santamariana está adornada por dos asas simples, horizontales, colocadas a la mitad, o algo más bajo, del cuerpo. Un cuello excesivamente desarrollado da motivo a la aparición del subtipo hallado por Bruch en Fuerte Quemado. En éste es evidente la desproporción entre esta parte y el cuerpo de la urna. El cuello crece a expensas del desenvolvimiento de la zona ventral que resulta, por lo tanto, disminuida. Ambrosetti distinguía como independientemente del santamariano al subtipo Amaicha, caracterizado por el cuello corto y cilindríco y el cuerpo alto, con acentuada inserción y, sobre todo en ciertos detalles de ornamentación; pero en cerámica de decorado tan vario es evidente la necesidad de discriminar las diferencias más por la forma que por los motivos ornamentales, pues éstos nos llevarían a establecer una serie engorrosa e interminable de casilleros y clasificaciones antes de pasar en revista todo el material conocido. Otro subtipo es el de Pampa Grande, de cuello ancho, terminado por una boca que se pronuncia algo más elevada en los costados. El cuerpo, ovoidal, tiene un diámetro poco mayor que el del cuello, verificándose la inserción en una línea muy suave. Las urnas de varias cinturas proceden de diversas regiones. Outes ha presentado ejemplares de Loma Rica y Ambrosetti de La Paya.
Casi todas las urnas santamarianas tienen una decoración antropomorfa, más o menos estilizada. En las más de las veces, el decorado consiste en un rostro humano, caracterizado por las cejas, los ojos, la nariz y la boca, que afectan formas y técnicas de realización ligeramente diferentes según las localidades.
En el subtipo Amaicha es en el que se apartan menos de la forma clásica. En Molinos, las cejas, la nariz y los ojos, no son pintados, sino en relieve. En la Pampa Grande ocurre lo propio, pero –aunque conserva los dientes raleados como ocurre en la forma típica santamariana- la boca es redonda u ovoidal, en vez de cuadrada o cuadrilonga, como en aquélla. Las cejas no se presentan en relieve, diferenciándose así de las de Molinos. En cuanto a los ojos, todos son oblicuos en las urnas santamarianas, cosa que viene a ratificar la curiosa técnica de realización de los ojos en los pequeños idolillos de barro, tan comunes en toda la zona diaguita y que ya Boman señalaba en uno de sus estudios póstumos, como única para este parte de América. En algunos caso, la representación antropomorfa del cuello de la urna está complementada por un delgado par de brazos cuyas manos tienden a reunirse ante el pecho, ya solas o ya sosteniendo un pequeñísimo vaso simulado. Con todo, en algunos lugares alejados del valle de Jocavil, se han hallado urnas cuya forma era evidentemente santamariana, pero que no presentaban ornamentación. Estos hallazgos, hechos por Boman, en Tinti (valle de Lerma), muestran cómo es cierto que debe tomarse como base para una clasificación de estas urnas a la forma más que al decorado.
Este es de una riqueza extraordinaria, al extremo de que puede decirse que no hay dos urnas del tipo de Santa María iguales. En pocos casos como éste puede observarse la facundia decorativa del artista primitivo. Los elementos zoomorfos –el avestruz, la serpiente, el sapo- y los geometrizantes –rombos, grecas, signos escalonados, reticulados- son ejecutados en colores. Los predominantes son el negro, sobre fondo amarillo.
El tipo Belén está caracterizado por dos subtipos o formas esenciales; la tripartita, es decir, aquella en la que el cuello, cuerpo y base están perfectamente diferenciados y aquella otra en la que estos elementos se funden y cuya base es un cono truncado, que se continúa en el vientre, prolongándose hasta formar el cuello. Las asas, por su forma y colocación son semejantes a las de Santa María. Los colores predominantes son dibujos negros sobre fondo rojo, lo que establece otra diferencia con aquéllas. La gama de combinaciones ornamentales, prácticamente inagotable en el tipo santamariano, está más restringida en éste, como si el alfarero careciese de la extraordinaria fantasía que caracteriza al ceramista productor del primero.
El tipo San José –llamado también de Andalhuala o velero- está constituido por urnas tripartitas de cuello sumamente corto, abierto; cuerpo largo, cilíndrico o cónico-truncado; de base subcilíndrico o cónica-truncada. La posición y forma de las asas es, también, muy semejante a las de Santa María, pero su material es más tosco que el de aquel tipo y que el de Belén.
La doctora Bregante, en su tesis ya citada, ha señalado el área de dispersión de estos tres tipos de urnas, desde el punto de vista de su forma. La de Santa María son las más difundidas, desde La Poma –su límite septentrional en Salta- hasta la Choya –frontera meridional en Catamarca- aunque su zona principal sea el norte de esta provincia y de Tucumán. Las de Belén son de repartición más categóricamente catamarqueña, con los breves hallazgos de Amaicha en Tucumán, Famatina y Chilecito en La Rioja, y Angualasto en San Juan. Por último, las de San José tienen un área más pequeña aún, pues su irradiación alcanza una muy reducida zona del norte de Catamarca, en torno de las localidades vecinas San José y Andalhuala, encontrándosele, esporádicamente, en La Paya, hacia el norte, y limitándose su extrema difusión en el sur a Andalgalá. Por último un tipo de urna que Boman designó como sin nombre y que la señorita Bregante llama de conos superpuestos tiene una difusión pequeña dentro de Catamarca y Tucumán. El estudio de las colecciones arqueológicas inéditas, actualmente en curso de realización, ha de permitir aumentar y definir más concretamente todavía, los límites efectivos de las áreas de dispersión de estos diversos tipos de cerámicas.
Todas estas urnas han servido para el entierro de párvulos, costumbre diaguita a la que haremos referencia al tratar la vida espiritual. Este uso ha motivado especiales interpretaciones para la figura antropomorfa que decora el cuello de esas vasijas. Según Ambrosetti, esta figura sería una especie de doble, representaría al muerto encerrado en la urna. Quiroga le llama la parca calchaquí, y para Lafone Quevedo simbolizan el anhelo de lluvia, en cuya solicitud se habrían hecho sacrificios humanos. Ambrosetti coincide con este autor, en considerar como tal pedido a los brazos representando un puco que a veces aparecen en la zona ventral de dichas urnas.
Al practicarse las excavaciones las urnas se presentan tapadas por lajas de piedra, por otras urnas volcadas o por pucos. Boman ha mostrado las diferentes formas que afectan esas tapas o cierres de las urnas funerarias. La doctora Bregante ha señalado la diferencia existente entre puco y plato y ha reseñado la presencia de dos clases de los primeros: el negro –típico de la región calchaquí, según nos dice, aunque también se le halla en profusión en La Paya, y más raramente, en otros lugares- y el rojo cuyo más hermosos exponentes provienen del valle de Jocavil. En realidad, ambos tipos coexisten geográfica y, quizás, cronológicamente. Entre los platos, no deben olvidarse aquellos con decorado interno y con mango, generalmente ornitomorfo, tan comunes en toda la zona andina y cuya asa, presenta todos los grados de estilización progresiva que va de la representación verista a la forma geométrica. Ambrosetti en La Paya, Boman en el Pucará de Lerma y Puerta de Tastil, Debenedetti en Vinchina y Chilecito (La Rioja), Barrealito y Angualasto (San Juan) han señalado la existencia de este material. La colección Zavaleta tiene ejemplares de Lorohuasi, Molinos, Luracatao, Paso, Belén y, sobre todo, de Fuerte Quemado. La colección Muniz Barreto los posee también en abundancia de la zona de los Barreales (Ciénaga y Aguada) y de otras regiones de Catamarca y Salta.
Los estilos de la decoración son dos: el santamariano y el draconiano para cuya definición cederemos a la palabra a sus inventores los señores Boman y Greslebin: El estilo santamariano consiste en el conjunto de elementos decorativos, como escalonados, gran variedad de grecas, varias clases de espirales, ajedrezados, reticulados a ángulos rectos, cruces, rombos, etc., procedentes de la desnaturalización de figuras humanas, avestruces, pájaros, sapos y serpientes, y dispuestos sobre la superficie de urnas y otros vasos, dividida según la concepción artística especial de este estilo en zonas horizontales o verticales o también caprichosas, motivadas por el área y forma de los elementos decorativos mismos. En dichas zonas, encuadradas por estos elementos y también por líneas simples o paralelas o filas de puntos, se encuentran con frecuencia las figuras fuertemente estilizadas de hombre, avestruces, pájaros, sapo y serpientes de cuya descomposición han resultado los referidos elementos decorativos.
Por su parte, el estilo draconiano consiste en la representación de un monstruos (dragón) de cuerpos serpentiformes, ornado de manchas ovaladas y provisto de patas con garras, así como de una o varias cabezas antropo o zoomorfas, más o menos estilizadas, destacándose generalmente en las últimas, fuera de los ojos y de la lengua, las fuertes mandíbulas con dientes puntiagudos. Las estilizaciones que tienen su origen en este monstruo se componen de los cuatros elementos siguientes: óvalos con o sin relleno, originados en las manchas del cuerpo; bandas curvilíneas o a veces, en las estilizaciones grabadas, rombos, representado el cuerpo; aserrados derivados de las mandíbulas dentadas; garfios o ganchos procedentes de la garras.
Por último, como un nuevo elemento de diferenciación estilística, los autores nos aseguran que el estilo draconiano prefiere las líneas curvas, mientras que el santamariano con predilección emplea las líneas rectas.
La decoración santamariana, de una riqueza increíble, según se ha visto, reposa en la reproducción de la figura humana –más o menos estilizada- como asimismo de diversos tipos de la fauna regional: la serpiente, el avestruz, el sapo, diversos pájaros y otros animales menos representados. El más frecuente es el primero, siguiendo los otros en orden decreciente. En las urnas del tipo de Belén y San José, el avestruz falta completamente.
Desgraciadamente, no basta reseñar un conjunto de elementos decorativos para formar un estilo. Las cargas contra los llamados estilos santamariano y draconiano –nombre, este último creado por Lafone Quevedo- se han sucedido últimamente casi sin interrupción. Recién en 1923, según se ha visto, Boman y Greslebin intentaron una diagnosis, que ha resultado insuficiente. Ya en 1930, Debenedetti escribía respecto del segundo que éste es un terme accepté communément dans la litterature archéologique de l’Argentine, bien que ce style n’ait été déterminé jusqu’á présent ni dans son essence, ni dans son extensión territoriales, car les déductions et les genéralisations tenteés ont été privées de lánalyse de bien des pièces rares et celles qui on été choisies ne comptent pas parmi les plus répresentatives. Estas juiciosas palabras deben poner coto a los excesos. Sólo una revaloración de estos estilos hecha sobre la base de la confrontación de la documentación édita con los grandes corpus arqueológicos inéditos, puede dar la palabra definitiva. En este sentido estamos trabajando. Por el momento, santamariano y draconiano serán expresiones de lenguaje orientadores, locuciones cómodas para entenderse provisoriamente en las descripciones de este carácter, pero no estilos estricto sensu, con toda la rigidez de cánones de contenido estético que el término implica.
Gracias a la munificente intervención del señor del señor Benjamín Muniz Barreto, la arqueología argentina se ha enriquecido en los últimos años con las investigaciones practicadas en las localidades de La Ciénaga y la Aguada sitas en el valle de Hualfin, de la provincia de Catamarca. El doctor Debenedetti ha publicado una breve introducción presentadora de un corto número de piezas seleccionadas de ese material, que es –al propio tiempo, infaustamente- su último trabajo. El investigador que redacta el presente capítulo, y que tiene actualmente a estudio esa colección, ha realizado a comienzos de 1935, un viaje de estudios a esa zona y comprobado que en diferentes lugares intermedios entre ambas localidades se hallan, en profusión, elementos arqueológicos del mismo carácter que los muy novedosos antes encontrados. Trátase, pues, no de dos puntos aislados, sino de una amplia y compacta región arqueológica, distinta, en más de un aspecto, de la específicamente diaguita y de la que reseñaremos aquí, someramente, las características de su cerámica.
Hay un predominio numérico evidente de la alfarería pequeña sobre la grande. Esta, consistente en grandes urnas funerarias toscas y sin decorado, se presenta generalmente rota por la presión de la tierra o se deshace al intentarse la extracción, debido a la defectuosa cocción de su material componente. Como no han quedado huellas superficiales de las viviendas de estos pueblos –según se explico en el lugar pertinente- y los restos arqueológicos se encuentran depositados a gran profundidad en el subsuelo, los trabajos de extracción fueron lentos y penosos en esa zona de tierra amarillenta, reseca y desmantelada que recibe, por su aspecto físico, el nombre de Barreales. La riqueza de formas y decorado de la cerámica pequeña, que componía el ajuar funerario, ha compensado, sin embargo, todos los esfuerzos. Aparece que una serie de formas nuevas, inusuales en el resto del noroeste y bien representadas en este. Igualmente la sabía elección de la arcilla, el grano fino de la pasta, el punto de cocción y la delgadez de las paredes de los vasos, hacen que éstos suenen a la percusión como porcelana. De acuerdo con el material empleado puede dividírsele en dos grandes grupos: a) la cerámica negra o gris oscura con decoración grisácea o blanquecina, que –gracias a una débil capa de grafito, o de alguna sustancia semejante en sus paredes externas- presenta un aspecto más o menos brillante; b) la cerámica rojiza o amarillenta, con decoración policroma.
En la primera, que es la más importante, pues constituye una novedad absoluta en su doble aspecto de forma y decorado, se observa que éste recorre toda la gama de estilizaciones que va del verismo a la forma geométrica. Las representaciones antropomorfas revelan curiosas modalidades de la vida colectiva –tales como la existencia de cabezas trofeos o de armas distintas a la zona diaguita, como se vera al tratar este acápite- aunque, a veces, la figura humana está tratada con rasgos duros y formas angulosas y rígidas. Las representaciones zoomorfas reproducen la llama, los felinos, los batracios y los pájaros. La ornamentación geométrica es la más generalizada y comprende, aislados o en series, puntos, rayas, círculos, triángulos, cuadrados, cruces, losanges, signos escalonados, grecas y reticulados diversos. El doctor Debenedetti observa la existencia de tres procedimientos o técnicas de realizar la ornamentación: por incisión de la pasta con un instrumento aguzado de una o varias puntas, por presión para marcar un trazo ancho y acanalado con un instrumento de punta roma, y por presión para imprimir elementos decorativos constituidos por formas geométricas simples.
En la cerámica del segundo tipo suelen hallarse bellos vasos con decoración draconiana –a veces de combinación especial- lo que hace necesario estudiar con cuidado el problema de sus vinculaciones posibles con la cultura diaguita, que Debenedetti ha resuelto negativamente. Agreguemos, por último, que la cerámica de uno y otro tipo comprende también un hermoso conjunto de pipas, otro rasgo común con los diaguitas, lo que equivale a plantear de nuevo la cuestión debatida acerca de si estos antiguos pobladores fumaban. Ambrosetti fue el primero en afirmarlo y Boman no sólo ratifico el aserto sino que, en su trabajo póstumo sobre el asunto, entre muchas que describe, nos cita el hallazgo de una pipa en la que encontraron restos de carbón puro de origen vegetal, sin que los análisis microscópicos permitiesen, sin embargo, verificar si se trataba de tabaco o de otras plantas. Debenedetti, en cambio, se opone a esta interpretación de dichas piezas a las que califica de incensarios basándose, principalmente, en su relativa escasez, en la falta de perduración de la costumbre en los primitivos actuales y en el silencio que sobre ello guardan las fuentes históricas. El hallazgo reiterado de las pipas de los Barreales –y aunque ya no les llama incensarios sino llanamente pipas- no modifica, aparentemente, esta tesis. Creemos que se ha tratado verdaderamente de pipas y que las objeciones de Debenedetti no son irrefutables, pues su corto número puede derivarse de que el fumar fuese –como en otros agregados sociales primitivos- función colectiva y no individual; la falta de perduración actual no tiene importancia por tratarse de pueblos desaparecidos, cuyas características no pueden inferirse de las costumbres de los mestizos que habitan hoy esos territorios y la prueba negativa del silencio de los cronistas no puede ser invocada ante la evidencia arqueológica tantas veces repetida. El propio Debenedetti, en su trabajo sobre los Barreales, parece inclinarse a conferir a la función de fumar un valor ceremonial o ritual, lo que no estaría reñido con todo lo que dejamos expuesto.
La provincia de San juan tiene, también, características arqueológicas propias. En un punto a la cerámica es mucho más pobre y tosca que la de las otras partes de la región diaguita. No existen formas nuevas y la decoración no ofrece, generalmente, elementos susceptibles de considerarla como cosa aparte. Las grandes urnas funerarias suelen tener una ornamentación dividida en cuatros zonas ventrales. La alfarería más fina suele ser la de yuros. La decoración draconianas es hallada con mucha frecuencia y, en general, la factura de las piezas y su profesión dejan bastante que desear. Casi toda es cerámica de cocina, como lo demuestra no sólo su rusticidad sino también la espesa capa de hollín que con frecuencia se asienta en sus paredes. El doctor Debenedetti ha probado la impropiedad de llamarle tipo Calingasta, pues en esa localidad es particularmente rudimentaria la poca alfarería que se encuentra, en cambio es mucho más característica y representativa la cerámica de Angualasto, en la que se advierte una ornamentación de carácter muy local.
OBJETOS DE PIEDRA.- Los diaguitas han trabajado con eficacia y –a veces- hasta con belleza, la piedra. Los objetos que se hallan con mayor profusión son las hachas, de las que se encuentran diversos tipos y tamaños. No hay hachas planas como en la región omaguaca. Las diaguitas son hechas con rocas duras y pesadas –cuarcitas, granitos, etc.- y presentan un filo formado por una inclinación débil, en bisel. A veces semejan más bien martillos, por la carencia de filo. Hay hachas cortas y largas, pero casi todas presentan una garganta hecha para facilitar su unión al mango que debió se de madera. Esta garganta es incompleta, pues la ranura que la forma ocupa sólo tres de sus lados. Este dispositivo es característico de la región diaguita. En algunos casos de excepción, su tamaño –en grande o en pequeño- hace suponer a los arqueólogos que no han sido trabajadas con fines prácticos hecho que se ratifica cuando se advierte que se trata de ejemplares con talón esculpido –como la muy famosa Huaycana- en el que aparecen ornamentaciones antropomorfas. Pero las piezas en las que la decoración zoo y antropomorfa es más común son los morteros, difundidos por toda el área diaguita. Debenedetti los ha clasificado en cuatros tipos.
De otros instrumentos líticos nos ocupamos al reseñar sus útiles de labranza. Los arqueólogos de la época clásica han llamado ídolos a unas pequeñas representaciones humanas, esculpidas en piedra y cuyo hallazgo es frecuente en toda la región, desde Salta a La Rioja. Ambrosetti les calificó como queda dicho, aunque a veces les llame fetiches o amuletos del amor. El propio Ambrosetti y Quiroga han creído ver, también, en algunos de ellos, reminiscencias de un culto fálico, aun no comprobado. La representación de los órganos sexuales puede responder, simplemente, a un distinto concepto de la moral social, sin que implique, necesariamente, un culto de esa naturaleza. Todo lo que aquí queda dicho debe, pues, relacionarse con lo que expresa más adelante sobre la vida espiritual de estos pueblos.
También se refiere, a este aspecto, el hallazgo en Fuerte Quemado de una máscara de piedra- vinculada, sin dudad, a sus bailes rituales- que publica Quiroga.
Torteros, láminas, raspadores, perforadores, piedras de boleadoras o de hondas, manos de mortero, prendedores, gualcas, illas, puntas de flechas, son otros tantos elementos diversos de este material lítico extremadamente abundante. Recordemos igualmente, a los marays o grandes bloques de piedra sobre los que se trituraban los metales para proceder a su beneficio.
En la región de los Barreales, junto con las piezas comunes se han hallado algunos ejemplares de morteros, de vasos y pipas de piedra que prueban hasta qué punto los artistas de esos grupos humanos habían aprendido el valor escultórico del material en que trabajan.
Los objetos de San Juan no difieren de los de la región diaguita general, ni llegan por lo tanto, a parecerse a los hermosos ejemplares de los Barreales, zona que aparece como el más alto exponente artístico en punto al trabajo de la piedra.
CESTERÍA.- Casi podría decirse que, sin los hallazgos de San Juan, sólo sabríamos de la existencia de la cestería diaguita, por una prueba indirecta; la huella dejada en la alfarería. En efecto, en más de un caso, estos primitivos, como los de otros pueblos de América, fabricaron su cerámica moldeándola dentro de canastas o, simplemente depositándola sobre ella cuando aún la arcilla estaba fresca, con lo que quedaron indeleblemente marcadas las huellas de su existencia. Este material, de suyo tan perecible, trajo como consecuencia que, durante mucho tiempo, careciéramos de la prueba directa. Felizmente, los hallazgos de Ambrosetti en La Paya, en donde señalo la presencia de cestería coiled y de cruce directo, y los de Debenedetti en San Juan, en donde las condiciones climatéricas favorecían la conservación de materiales perecibles, no han aportado nuevos y valiosos elementos de juicio. Por ellos sabemos de la existencia de grandes canastos y de pequeños platos tejidos, de formas y técnicas variadas, que prueban, indubitablemente, el desarrollo alcanzado por esa técnica.
TEJIDOS.- La realización de tejidos alcanzó gran perfección entre los diaguitas, como queda dicho al referirnos al vestido. Los restos de prendas halladas prueban su existencia y la armoniosa disposición de su decorado. Las lanas de auchenia eran usados con los colores naturales o teñidas, para lo cual se empleaba la gran cantidad de vegetales tintóreos de la región: algarrobo blanco y negro (tintes gris claro a negro), asusque (plomo azulado), atamisqui y colar (gris), cardón ( morado obscuro y otros tonos), coshque yuyo o palta (rosado pálido), churqui (gris a negro), espinillo (café con grana da tono borra de vino), mistol (café), molle (amarillo), etc. Ignoramos los procedimientos puestos en juego para obtener la fijeza extraordinaria que lograron para sus tintes y colores.
Como prendas e instrumental conexo con los trabajos del tejido, hemos señalado ya, en el acápite respectivo, la existencia de ponchos, túnicas, etc., así como las palas y cuchillos de telar, material, este último, que algunos arqueólogos tomaron por boomerangs equivocadamente. Debe agregarse a ellos los torteros de piedra o madera, con o sin decoración, cuya abundancia prueba la difusión alcanzada por estas tareas. Algunos peines de cardar, figuran también, entre estos elementos.
TRABAJO EN MADERA Y HUESO.– Dado lo perecible de la madera, no es extraño que estos hallazgos se efectúen en mucho menor número que los de otro instrumental. Si embargo, en numerosos yacimientos diaguitas se ha observado la presencia de outillage de este tipo. Casi todo el que se refiere al tejido y gran parte del dedicado a las faenas agrícolas (palas enmangadas y estacas) era hecho de madera, así como algunos de los útiles domésticos, tales como las cucharas, estuches y vasos que Ambrosetti señala en La Paya. Igualmente de este material eran las horquetas que sirvieron para cargar a las llamas en las tareas del transporte y que –según una teoría personal del autor de tantas contribuciones de la primera hora- se utilizaban para amarrar en posición ritual a los cadáveres. En esta misma localidad, el distinguido maestro encontró torteros lisos y grabados, algunos de los cuales estaban aún insertos en los vástagos respectivos, lo que probaba de manera indudable, su utilización para el hilado. En La Paya han sido halladas, también, interesantes tablillas de ofrendas, según las califica aquel autor.
En la región de los Barreales, los hallazgos de piezas de madera son pobres, en tanto que en la de San Juan, las mismas razones que determinaron la conservación de la cestería han permitido recoger algunos objetos de madera finamente labrados, entre los que se destaca un objeto que Debenedetti supone sea para el arreglo de la cabellera.
En cuanto al instrumental de hueso no es muy numeroso en ninguna parte. Topos o alfileres en forma de espátula, puñales, boquillas de cornetas o pingollas, agujas para coser cuero, palas para tejer, forman este material. En los Barreales se han hallado, además, torteros grabados, broches o topos decorados y flauta simples. En la región de San Juan, aparte de estas formas, se encontraron puntas de flechas en Angualasto. Las cuales –según Debenedetti- son las dimensiones más pequeñas de todos los valles andinos.
Un párrafo especial debe merecernos la utilización de las calabazas, cuya área de difusión es muy extensa, pues va de La Paya a San Juan, comprendiendo, por lo tanto, todo el mundo diaguita. Se las utilizo ya como cucharas o recipientes, ya como bocinas de las cornetas o para contener semillas o piedrecillas, convirtiéndole en instrumento musical semejante a los del Chaco, y también para la confección de útiles de uso desconocido. Su decoración fue generalmente antropomorfa o geométrica.
METALURGIA.- La difusión de la técnica de utilización de los metales no ha sido uniforme. En la región de Santa María ha sido mucho más abundante que en los Barreales o que en Angualasto. El instrumental metálico es muy variado. Ante todo, señalaremos –en razón de su mayor frecuencia- los objetos de cobre. Entre éstos figuran grandes hachas labradas, de tipo ceremonial, como las descriptas por Ambrosetti, quien les da el nombre de tokis, volviendo sobre ellas con motivo de sus nuevos hallazgos en La Paya. Trátase de grandes hachas cuya característica es el gancho que todas poseen en uno de sus bordes y cuya curvatura se produce en dirección al filo.
Emparentados con estos hallazgos –por tratarse de piezas de excepción en punto a la belleza de su decorado- hállandose los llamados cetros de mando y los cailles o placas pectorales y frontales, sobre las que en otra parte de este estudio volveremos. La decoración de estos cailles revela pormenores interesantes del vestido y del ornamento. A ellos pertenece el ejemplar, único por su armoniosa concepción, hallado en Chaquiago y que hoy pertenece al Museo de La Plata. Discos o rodelas, con ornamentación zoo y antropomorfa, han sido hallados, también, en diversas localidades del mundo diaguita, así como cuchillos de forma igual a la actual o en media luna –tumis- que son los más frecuentes en la región. Esta forma es común a toda la zona andina, como se advierte al revisar la bibliografía. Boman las clasifica como hachas con pedúnculos. También se han encontrado agujas, cuyo ojo ha sido abierto una vez fundidas, así como muy raros ejemplares de torteros metálicos.
Las hachas son frecuentes y hasta se han encontrado moldes bivalvados en los que se depositaba el metal en fusión. Uno de ellos se encuentra en el Museo de La Plata. Aunque existen varios subtipos de hachas, son, generalmente, de garganta y aletas pronunciadas, lo que facilitaba singularmente su fijación en el mango. Su forma es muy semejante a sus similares de piedra. Asimismo se han hallado rompecabezas estrellados de metal que repiten la forma de sus iguales en piedra. Por último, cinceles, campanillas, campanas, manoplas, etc., pinzas depilatorias, completan el instrumental metálico de los diaguitas.
El metal, triturado en los marays de piedra, era depositado en las huayras u hornillos de viento y luego en los crisoles y moldes de que nos habla Debenedetti. En realidad, no se trataba de cobre puro, sino una mezcla en la que entraba una corta porción de estaño. El análisis hecho por el doctor Pedro N. Arata, a pedido del doctor Francisco P. Moreno, de un disco de metal encontrado en La Rioja, dio un 16.53 por ciento de estaño, pero ha sido un resultado realmente excepcional.
Los repetidos ensayos hechos por el doctor Juan J. J. Kyle, para Ambrosetti, llegaron solamente, en el mejor de los casos a un 6 por ciento, siendo casi siempre muy inferior al 5 por ciento. A esta conclusión llegan, también, los señores Morin, ensayadores del banco de Francia, requeridos por Eric Boman, así como el doctor Pedro T. Vignau, solicitado por Salvador Debenedetti para analizar las incrustaciones métalicas de un crisol encontrado en San Juan. A la mezcla resultante, Ambrosetti y Debenedetti llaman bronce, en tanto que Boman –recordando que el bronce clásico requiere una proporción de, al menos, 10 por ciento de estaño- le niega ese nombre y le denomina, simplemente, cobre. Como quiera que sea, la baja proporción de estaño y la irregularidad de la proporción en que fue empleado en una misma categoría de objetos, muestra que su utilización fue completamente empírica y estuvo condicionada a una técnica de utilización muy rudimentaria y primitiva.
Recuérdese, por último, que la región diaguita nos ha dado objetos de plata y oro, de muy bella factura, especialmente topos, discos pectorales, pequeños ídolos, brazalete y anillos.
ARMAS E INTRUMENTOS.- Pueblo beligerante, por naturaleza, los diaguitas dieron importancia suma a su instrumental guerrero. Todos los cronistas nos los pintan como de indomable fiereza, y Lozano, particularmente, nos da un buen acopio de datos sobre sus armas y formas de combatir. Sus armas principales eran el arco y la flecha. Sólo en la región de los Barreales, algún hallazgo arqueológico parece demostrar el uso de propulsor y el boomerang. En todo el resto, las armas antes citadas tenían no sólo un valor bélico sino aún simbólico. En efecto, la alianza para la guerra se practicaba por medio de la entrega de una flecha. Admitida ésta se era aliado y de esta suerte las parcialidades se unían para luchar en común. Cada combatiente, en vísperas de la acción solía confeccionar numerosos arcos y los españoles al vencerlos les cortaban las cuerdas de estos instrumentos para dejarlos desarmados. Especialmente los calchaquíes eran magníficos flecheros, que llegaban atravesar con su tiro el cuerpo de un hombre, <>, y disparaban tantas flechas que los españoles, en cierto intervalo de una batalla, las utilizaban para cebar el fuego en el que calentaban el mate que mitigaría su sed.
Además su estrategia guerrera se ajustaba estrictamente a las necesidades y condiciones del suelo. Siendo los calchaquíes de genios montaraces, se les aumentaba la ferocidad en la fragosidad del terreno, que todo se compone de altísimas y muy agrias cordilleras, más, una vez vencidos, se refugiaban en sus cerros, pues tan eran diestros y prácticos, que lo que a nosotros nos parece despeñadero lo halla camino llano su ligereza. Allí se encerraban en sus pucarás, de los que ya tratamos, y si los españoles intentaban el asalto, disparaban sobre ellos sus armas y les arrojaban piedras y galgas, como dice –en 1662- Figueroa y Mendoza. Por otra parte, cuando los diaguitas llevaban la ofensiva sabían emplear flechas incendiarias o rodear la ciudad prendiéndole fuego en varios lugares simultáneamente, así como desviar el agua de los ríos para dominar por la sed a los españoles sitiados, entrando en la batalla y relevándose por mangas, para contar siempre con tropas de refuerzo.
Como armas secundarias, pero no menos eficaces, contaban con jabalinas, los rompecabezas cilíndricos o estrellados, las hondas, etc.
No sólo los hombres combatían. Mujeres y niños también tomaban parte activa y las primeras eran, a menudo, más valerosas que los hombres. Al retirarse del campo de batalla los diaguitas se llevaban sus muertos para llorarlos, es decir, para realizar las complicadas ceremonias fúnebres de que damos cuenta en otro lugar. Y su fiereza era tanta, que los acalianos -una de sus parcialidades- estrellaban sus hijos contra las peñas ante el temor que cayeran en manos de los españoles.
Como costumbre de guerra, torturaban a sus prisioneros con esquisitos tormentos y estas torturas no se detenían antes seres indefensos: mujeres y misioneros también las padecieron.
En cuanto a sus instrumentos, véase lo ya dicho sobre la vida material en sus diferentes aspectos.

Por FERNANDO MARQUEZ MIRANDA